El poeta no necesita tocarte para conocer la turgencia de tus formas y le basta con mirarte a los ojos para imaginar el color de tus tristezas. El poeta sabe que sueñas, entre hielo y hielo, con el frescor de una pradera verde, con un amanecer nuevo cuando cierras la persiana y sales del bar con premura, en el intento de evitar que la mañana inminente te atrape en las calles deshabitadas de la ciudad dormida. El poeta sabe que sueñas con el arrobo de una palabra tierna después de cada impertinencia y, en la distancia, imagina la expesión de tu cara si tuviera ocasión de susurrarte las que escribió para ti mientras arropa tu cansancio.
El poeta sonríe cuando te encuentras alegre, cuando intuye que la vida te mostró su cara amable. Sí, sonríe por ti cuando tiene la certeza de que los dioses te regalaron sentencias propicias, y agradece al señor de las aceras que cuide tu camino de regreso a casa.
Podría sentarse (o esconderse) al amparo del refugio que supone la umbría de los portales y hacer sinfonía del sonido de tus pasos o fuegos artificiales con las últimas lágrimas, ambarinas, que derraman las farolas, tan cansadas como tú, sobre las aceras conocidas.
El poeta te observó toda la noche, atrincherado en el recodo último de tu barra, abarrotada de prisas y voces en disonancia, de urgencias vacías, de cantos de cisne, de promesas lujuriosas que se diluyen con la próxima mirada que roba la turgencia de escotes falsificados. Y creen los patosos reincidentes que todo es negociable a partir de la tercera copa.
Tus manos, mientras, repiten la cadencia conocida y, esta vez, no eres amable. Las sonrisas de las camareras son regalos selectivos. Fuera, todo sigue su curso y te sonrojas si se cruzan tu mirada y su osadía. El poeta te mira y escribe, escondido tras un vaso mediado y una libreta repleta de versos que encierran su mundo de caminos inventados a ninguna parte.
El poeta te mira. El poeta te escribe y retiene conversaciones inventadas, las enjaula entre barrotes de tinta indeleble. Tan robustos como la tenacidad de tu firmeza; frágiles como las palabras muertas que quedan enterradas en libretas:
Hoy te he amado tres segundos
por decir
no pongas más hielo en su copa.
Ya sé dónde esconder
mis palabras, mis miradas.
Unas en la caja registradora;
las otras las guardé bajo tu espalda.
Si tuviera valor, buscaría palabras
y el momento de decirlas.
Si tuviera valor,
mantendría tu mirada
y mi sonrisa sería más abierta.
Si tuviera valor, diría algo más
que ponme otro y gracias.
Fuiste amable:
cinco euros no es demasiado
por una sonrisa.
Entonces, el poeta recoge sus historias y camina en dirección al Hotel de los Corazones Rotos. Porque no son tus tetas lo que mira cuando se fija en tu escote; intenta desentrañar si se esconde, bajo él, algún latido.
(Publicado en El Día de Albacete, 12/06/07)